lunes, 15 de abril de 2024

El pueblo de mis padres

 

Antas… no un lugar, sino un tiempo, el de mis padres, abuelos y más allá… ¿Hasta la prehistoria? No pretendo raíces tan hondas, pero ciertamente ahí se encuentra el centro de la cultura del Argar, descubierta por los hermanos Siret (a fines del siglo XIX y principios del XX), ingenieros de minas que excavaron a orillas del río Antas el yacimiento que dio nombre a dicha cultura de la Edad del Bronce, datada, según las estimaciones más recientes, entre el 2000 y el 1500 aC.

Aunque nací y crecí en Madrid, el pueblo se encuentra en la base de mi vida y de mi historia; me proporciona recuerdos de lo no vivido, de lo mamado, pero también de lo observado con mis propios ojos, con  la curiosidad intensa que despierta lo que no entendemos. Y cuando somos niños entendemos tan poco…

No entendía a mi abuelo, con su reloj asomando por el bolsillo del chaleco, sus calzoncillos de lana hasta el tobillo, a juego con la camiseta de manga larga y ambas prendas de un tono rosado que acabé identificando con la ropa interior que lucían en las películas del Oeste. No lo entendía, pero le envidiaba ese atuendo tan abrigadito, porque aun siendo Antas un pueblo del Levante almeriense, nunca he pasado tanto frío como en aquellas camas de sábanas medio heladas, medio húmedas, en alcobas y salas pensadas contra el calor:  techos altísimos, ausencia de puertas y finas colchas en lugar de mantas.

Ir al pueblo en los años sesenta y setenta suponía la inmersión en una realidad difícil, dura, no desprovista de miseria, con ribetes incluso de crueldad. Pero también había una parte amable, un paisaje excepcional, un costumbrismo ameno. Franquismo, sin duda, pero no solo, también maneras y tradiciones propias de cualquier sociedad agraria aislada.

En relación a lugar y época, las condiciones de vida de mi abuelo eran buenas: contaba con una pensión de maestro, la casa en que vivía y un pedazo de tierra; un poco de luz eléctrica  y nada de agua corriente; supongo que en el pueblo habría situaciones mejores y peores, pero a ningún antuso le chocaba el camino de rasilla áspera que, partiendo de la misma puerta de entrada, cruzaba la sala, el comedor y la antecocina, para desembocar en los corrales: era la calzada de la burra, como de un metro de anchura, dispuesta para que el animal no resbalara en las baldosas pulidas.

Yo era una niña de Madrid, nada desenvuelta, pero acostumbrada al anonimato de las calles. Me molestaba que me hablaran los desconocidos, que me preguntaran de quién era; algunos ni siquiera lo preguntaban, simplemente me miraban y recitaban la retahíla completa: “Tú vas a ser la nieta de don Antonio de don Antonio Jesús de su hija la Isabelica”. Ahí te dabas cuenta de que tú no eras tú, sino una larga línea de gentes que se reflejaban en ti.

Naranjos, todo Antas vivía de los huertos de naranjos. Aire bienoliente en cualquier época, pero delicioso el del azahar en primavera. Me sorprendía –y me sorprenderá mientras viva─ el contraste entre el verdor de los cítricos y la aridez de los riscos, cabezos los llaman allí. Greda casi blanca, arcilla canela, negrura de roca volcánica, venas albas de yeso, margas amarillas y calizas fósiles.

Ni gota de agua en los ríos, en esas ramblas abiertas en riadas salvajes. Ni una sombra en los caminos, salvo un algarrobo en la encrucijada lejana o una higuera a la vera de un cortijo viejo. Sequía continua, desierto mitigado por la canalización de fuentes no demasiado lejanas; para regar, agua de La Ballabona y para beber, ninguna mejor que la del Pilarico; pero a mí me gustaba más la del aljibe, aunque, como todas las posesiones de mi abuelo, estuviera en ruinas; construido, sin duda, en época musulmana, revelaba una portentosa técnica, pues se nutría de las lluvias escurridas desde los cabezos circundantes que, además dada su composición gredosa (la greda es una arcilla con alta proporción de yeso), servían de filtro desinfectante. Amaba aquella bóveda semihundida en tierra, semejante a una cueva de fondo acuático; descender tres escalones, abrir la portezuela y entrar era acceder a otro mundo, descubrir el milagro del frescor en el más tórrido desierto. Nunca probaré agua que me sepa mejor, a pesar del culebrón que a veces dormía extendido en la artesa, la misma donde acostumbrábamos, mi hermano y yo, llenar el cacillo; pero un año, las paredes interiores se desmoronaron; al siguiente, las lluvias torrenciales lo acabaron de hundir.

En Antas, “en habiendo agua, todo son frutos”, pero había tan poca… La necesaria para los naranjos no llegó hasta 1915, con la construcción de un acueducto, modesto pero gracioso, del que se conserva tan solo una docena de arcos. No a todos los pagos benefició esta conducción, pero sí al de la Huerta, donde mis bisabuelos compraron su finca, con intención de plantar naranjos. Hasta entonces la zona era cerealística y de secano, salpicada de contados regadíos, como consta en el Diccionario Madoz (1845-1850).

Han aumentado los habitantes, de unos dos mil en los años setenta a tres mil seiscientos hoy, y se ha producido una transformación sorprendente: Antas ostenta el récord nacional en número de empresas por habitante. No me lo explico, con ancestros tan largamente antusos, ¿por qué a mí no me ha tocado una pizca de espíritu emprendedor o una miajilla de olfato para los negocios?

A nueva economía y aporte de nuevas gentes, corresponderán palabras nuevas, diferentes a las que escuché en mi niñez: por ejemplo, aprendí a dar un repullo cuando me asustaba, a evitar el ojosol del mediodía, a lampar de hambre y a huir de los viejos carlancones. Un nutrido y sabroso vocabulario que bebía de fuentes varias, en especial, de Aragón y Murcia, con rasgos comunes al habla de toda Andalucía Oriental. Escuchando y guardando lo escuchado, me volví guardosa, que no es lo mismo que ahorradora o tacaña. Guardosa fue mi bisabuela Isabel, la que compró el huerto bendecido por el riego del acueducto. “Ahora las tierras van a valer mucho" decían, había que comprar antes de que subieran de precio; pero pocos disponían de dinero para tal adquisición. Antonio, bisabuelo y carpintero, se tiraba de los cuatro pelos que le quedaban por no poder aprovechar la oportunidad, pero un día va su mujer y le dice: “Claro que compramos, ¡dejaremos de comprar! Para nosotros lo de don Ricardito, que lo tengo apalabrao”, “¡Loca!, ¿con qué demonios lo pagamos?”. Sin decir palabra, coge Isabel la mano del amirez, pega un golpetazo en la pared y abre un agujero; en realidad solo rompe una fina capa de yeso que disimulaba una oquedad, mete la mano y saca un calcetín lleno de duros del Tío sentao: “Con esto”, le replica. Imagino al bisabuelo dando un repullo de alegría y pimpante por haber matrimoniado con mujer tan guardosa.

El pueblo, ay, el pueblo… Hace años que no voy, pero como veis, el pueblo viene conmigo.

........

Ya me gustaría que alguien hubiera fotografiado habitaciones y personajes de entonces; yo era demasiado joven; no pude comprarme una cámara hasta pasados mis treinta años, de modo que las imágenes que siguen corresponden a paisajes, a partir del año 2000. ¡Qué no daría yo por tener una foto de la burra, con sus aguaderas, pasando junto a la mesa de comedor!

1. Huertos de antes; me temo que las vinagreras, de abundantes flores amarillas, ya no crecen, debido a las nuevas formas de riego.

2. Un cortijo de los de antes.

3. Tierra más oscura, de carácter volcánico.

4. Cabezos.

5. Camino de Los Raimundos

6. Las nubes llegan y se van sin descargar

7. Podríamos llamarlo oasis.


8. Ocaso

9. Amanecer

10. La greda se cuartea


11. Cabezos y sierras

12. Una de esas casas de cuento




 

jueves, 7 de marzo de 2024

La sufrida Caperucita (a propósito del Día de la Mujer)

¿Qué deseo? Igualdad de derechos y de oportunidades entre hombres y mujeres. Y una mirada limpia por parte de todos. Quizás esto, la mirada limpia hacia el prójimo, sea lo más difícil de conseguir y lo más necesario.

Con respecto a los cuentos, no cambiemos los antiguos, fraguados a lo largo de siglos; nos permiten criticar, interpretar, descubrir arquetipos y modelos, ya sean válidos o deleznables; en cualquier caso, nos incitan a pensar. Como este de Caperucita, tan presente en el imaginario colectivo. Y en mí, desde niña.

Para que nacer mujer no marque el destino, para que no lastre la vida, para detenernos en significados, para no envidiar a los hombres... este pasaje en palabras a sueños de antes. 



Sueños de Caperucita:

Soñaba con ser hombre para poder volar, para penetrar en la selva, para nadar entre delfines. Soñaba con ser hombre para vivir y amar, para tener una historia diferente. Soñaba con ser hombre y solo era una niña.

Quería ser Supermán, pero era Caperucita; Ulises, y se veía condenada a ser Penélope; ansiaba ser Aquiles, pero era la esclava Briseida.

En silencio viajaba como Simbad mientras sus manos pequeñas rechazaban la palabra marimacho que le lanzaban en los juegos. Oscuramente presentía la marca de Caín en su frente, pero no, hasta la maldad, la maldad grandiosa, era cosa de hombres; para la mujer quedaba la ruindad, la indecencia, la vileza.

Frente al héroe que vive, las heroínas sujetas a un destino que les impide moverse; lo más que pueden hacer para acercarse a la gloria es casarse con un héroe, parir héroes, o ser la hija de un héroe.

Crecía. Soñaba con amar y la asediaba el matrimonio; soñaba con sendas recónditas y se le abría un único camino recto; quería huir de la cárcel de su sexo, de la familia, del tedioso rincón que la sociedad le había reservado. No deseaba ser el botín que se disputan los guerreros, pero tampoco quería ser el guerrero.

Casi mujer, se sentía condenada a no ver más ríos que los regueros de agua que se escurrían al otro lado del cristal, las gotas, el vaho; se contemplaba a sí misma en una ciudad lejana y desconocida, mirando siempre por la ventana, disuelta su vida en las nubes.

No anhelaba un príncipe azul, pero sí un aventurero que la salvara con su amor.

Conoció a príncipes, pícaros y piratas y comprendió que ningún hombre podía salvarla, que ni siquiera sabían salvarse a sí mismos, que solo había una salida: vivir en soledad, como una loba perdida que renuncia a su manada.

Se lanzó al mundo creyendo ser una loba esteparia. Pero nunca dejó de ser Caperucita.


(De mi libro "Cuentos desobedientes", en busca de editor)

jueves, 29 de febrero de 2024

VIAJE A EGIPTO

 

Volví hace poco de un viaje que me ha permitido asomarme al Egipto clásico, faraónico, para comenzar a comprender una civilización brutalmente resumida en los textos escolares, por disculpables imperativos didácticos: una civilización que comienza hacia el 3300 aC y acaba cuando es absorbida por Roma (se da la fecha convencional del año 31), aunque su religión y escritura jeroglífica siguió estando viva hasta finales del siglo IV, cuando Justiniano ordena cerrar sus últimos templos. Más de tres mil quinientos años, con sus reyes, jerarquías, administración, arquitectura, artes plásticas, literatura… no entran en la cabeza del estudiante que ha de asimilar la historia universal; necesariamente, al enseñar hay que simplificar, y así, muy simplificados eran mis conocimientos sobre el mundo egipcio. Algo de sus monumentos y el nombre de sus reyes más notables, que si Amenofis, que si Ramsés, que si el “místico” Akhenaton… sin olvidar al extraordinario arquitecto Imhotep o el “bombazo” llamado Tutankhamon… Más la visión de Hollywood, deformada pero de innegable atractivo, con sus multitudes de esclavos, sus analogías imposibles, sus amores hondos y desdichados. Y las momias,  esas momias egipcias siempre ansiosas de abandonar sus espléndidos y sucesivos ataúdes para acceder a una edad nueva en la que hostigar a sus habitantes.

Comencé a vislumbrar un Egipto más cierto cuando me acerqué a su literatura, al Cuento del Náufrago, al de Los dos hermanos, al de Sinuhé (base de la novela de Mika Waltari); en ellos afloran modos y gentes imposibles de imaginar atendiendo solo a los datos históricos. Una vez más, la literatura se volvió el mejor vehículo para mis viajes en el tiempo; por poner un ejemplo, estas frases de Sinuhé ayudan a imaginar la concepción egipcia de la muerte: “Has pensado en el día del embalsamamiento en que serás conducido a la eterna bienaventuranza. Te será consagrada una noche con aceite de cedro, y las manos de Tait (‘Señora del lino’, diosa del arte de tejer) te colocarán las vendas. Se hará tu comitiva el día del entierro; tu envoltura de momia será de oro, la cabeza de lapizlázuli, y habrá sobre ti un dosel. Serás puesto en el sarcófago, tirarán de ti unos bueyes, te precederán cantores, se ejecutarán las danzas rituales y a la puerta de tu sepultura se recitarán las invocaciones de sacrificio y se matarán para ti víctimas” (h. 1950 a.C.). Pero no solo disponemos de literatura, para nuestro regocijo, no había aspecto de la vida ─material o trascendente─ que no consignaran por escrito; los escribas dejaban constancia de transacciones, pertenencias, rezos, himnos, poemas, burocracia…

Se calcula que solo un uno por ciento de la población sabía escribir, pero ese mínimo porcentaje se empleó a fondo, legando al futuro un filón de documentos que nos informan de múltiples aspectos de la sociedad egipcia.

Mi viaje a través de la literatura ha ganado infinitamente al combinar los testimonios escritos con la visita a los hipogeos, pirámides, templos, poblados, con sus esculturas, columnas, salas, patios, pilonos, relieves y pinturas. Arte admirable concebido de una manera muy diferente a la nuestra, porque pretende la perfección, entendida como fidelidad a fórmulas consagradas y consolidadas por los siglos (milenios), sin intervención consciente de la personalidad individual.

Aproximación al mundo egipcio que me ha provocado una multiplicación de las preguntas, pues cuanto más sé de algo, más crece la conciencia de cuánto ignoro. Nos pasa a todos y en todos los campos,  aunque por fortuna, en egiptología los conocimientos aumentan sin cesar y cada día un buen número de egiptólogos bien preparados y entusiastas excavan, escrutan, descubren, traducen, confrontan y publican. Esta ha sido una de las partes más gozosas del viaje, la de conocer ─directa o indirectamente─ a arqueólogos entregados a su trabajo, en el que unen ciencia y pasión. Un privilegio el  visitar yacimientos en proceso de excavación y proyectos en curso. Y una suerte tratar con los socios de la Asociación Española de Egiptología (AEDE) a los que cariñosamente llamo “egiptomaniacos” por su amorosa dedicación al mundo del Egipto clásico.

Sin embargo yo, que no soy egiptóloga ni egiptomaniaca, vibro con este ayer sobrecogedor, pero no me impresiona menos el hoy, el Egipto actual, con sus gentes (ciento siete millones de habitantes), su transformación imparable, sus aldeas y el inmenso Cairo, los turistas, sus campos de un verdor esplendoroso lindantes con el más árido de los desiertos ─por cierto, solo al contemplar este contraste brusco entre fertilidad y desolación, he comprendido en todo su significado la frase de Herodoto: “Egipto es un don del Nilo”.

Y los burros tan chiquitos, y los perros sin amo, y ciclomotores, motocicletas automóviles… en continua efervescencia sonora. Pero también el pan delicioso, el falafel, la caña de azúcar, la fruta bienoliente. Y de nuevo el Nilo, siempre el Nilo, inmenso y generoso. Y el sol que muere, atraviesa las tinieblas en su barca pero se sobrepone a ellas, las vence y logra renacer. Porque todo renace, todo sigue su ciclo, de eterno adiós y eterno retorno.

https://www.aedeweb.com/

     Mastaba escalonada de Saqqara (he aprendido que no es pirámide, sino mastaba        escalonada). Obra del arquitecto Imhotep.

     Valle de Guiza, pirámide de Jafra (Kefrén), que conserva parte de su revestimiento original de piedra caliza y Jufu (Keops).

 Desde otro punto de vista, la de Kefrén, o Jafra, a la izquierda; a continuación una de las pirámides de las reinas, y la de Jufu (o Keops).

    Restos de un templo, en Saqqara.

     Niños, niñas...Florecen en abundancia en Egipto.

         En todo lugar surgen los niños, tan contentos de ver turistas.

    El Nilo a su paso por Luxor, a la hora en que se pone el sol

    Orillas del Nilo en Minia, al amanecer        

     Caricia fértil del Nilo (con perdón de la cursilería)

     El límite de la caricia


                                 Borriquillo, diminuto pero fuerte

     Estas tortas están buenísimas (y los gorriones lo saben)

         Una de las pinturas de la tumba de Seti I (padre de Ramsés II, en el Valle de los Reyes). Profunda, grande y bellísima.

Reflejos en el Museo de Saqqara
    
          El Nilo, por la zona central de El Cairo

     El río Nilo, a punto de caer la noche sobre El Cairo

domingo, 28 de enero de 2024

Un edén en ruinas, reseña de Rafael Guardiola Iranzo

      La iglesia de Santo Domingo tras el ramaje de invierno

Me asombra cómo una obra propicia otras; me siento orgullosa por más de una razón de haber escrito el poemario Fuego de invierno, pero bastaría para justificar su existencia el haber motivado estos comentarios tan bellos que me dedica Rafael Guardiola Iranzo, publicados por la revista Café Montaigne (sin olvidar ni menospreciar las reseñas que me regalaron Custodio Tejada, Marina Tapia, César Rodríguez de Sepúlveda y Carmen Hernández Montalbán en diferentes medios).

Tal como acostumbro, añado unas cuantas fotos del invierno en Granada, un invierno pleno de luz y texturas.

Rafael Guardiola Iranzo:

Un edén en ruinas – Acerca de «Fuego de invierno», de Josefina Martos Peregrín 

No es difícil imaginar a Josefina Martos disfrutando del rumor del agua en la Alhambra de Granada a puerta cerrada, fotografiando cada milímetro de la belleza viva de la Vega y del Darro, asomándose al aire fresco de la Sierra, abrazando con respeto la majestad de los robles y el canto de los pájaros que en ellos se posan. La poeta posee el afán explorador de los antiguos griegos, su sentido reverencial hacia la physis y desdeña los delirios imperiales de otros pueblos y de sus excesos tecnocientíficos, empeñados en borrar la imagen de la vida en nuestras retinas. Excesos que han convertido nuestro Edén en un erial y que amenazan seria y frívolamente nuestra propia supervivencia. Fuego de invierno,un libro para disfrutar a cielo abierto, nos invita a resistir, a recoger cuidadosamente el lecho de hojas rojas del otoño y hacer de ellas piezas de un museo de sensaciones para alimentarnos de ellas en invierno, cuando llegue el frío y se nos hiele hasta el pensamiento, cerca del fuego de la chimenea, leyendo a Bécquer, al calor de Monteverdi, Pergolesi o John Dowland, aunque la poeta sea más de Erik Satie. Porque tal vez la vejez y el invierno compensen los desequilibrios de la salud y los raptos melancólicos con el descubrimiento de esas minúsculas pepitas de oro, incandescentes, cosidas al lecho de nuestros propios ríos, ese microcosmos que encierra todos los misterios del universo y que bien retrata la música renacentista.


Josefina Martos, una niña loca que se ha hecho mayor, ha descubierto que hay semillas en el interior del mar y que los versos brotan de ellas, que el cielo y la tierra se aman, como se dice en la Teogonía de Hesíodo, y que podemos reconocer por todas partes, en el mundo ajeno a los artefactos, la presencia del Dios de Spinoza (Deus sive natura) y de las cosmogonías antiguas de oriente y occidente. Y todo ello, nos lo cuenta con herramientas depuradas y amables, coronadas por imágenes plásticas, dotadas de un lirismo sensato y certero (como sucede, por ejemplo, cuando atrapa la musicalidad del romance o la rotunda severidad del soneto) y los latigazos propios del aforismo. Se trata de un libro elegante, medido, poroso, como el papel de sus hojas, enmarcado en una portada cálida que incita a fantasear a partir de su contemplación, sobre el festín que espera al lector con cubiertos de plata y servilletas de tela. Gracias a la poeta sabemos que la soledad crece con el tiempo y que podría medirse como “la nieve que se deposita en los prados”, que es imposible distinguir, contraviniendo a Platón, entre realidad y apariencia, entre conocimiento y opinión, que somos pasiones encendidas consumidas en el vacío, emulando a Pascal, que somos esclavos de nuestros recuerdos, piezas con las que reconstruimos nuestra identidad individual y colectiva. Todo eso hace que la vida sea una “engañosa galería de espejos” y que añoremos el mundo de las Ideas.


                                  Castaño de Indias muy viejo. Custodia la entrada del Cuarto Real de                                           Santo Domingo

En definitiva, Fuego de invierno es un libro delicado, decoroso, casi frágil, que muestra devoción por la naturaleza y un neoplatonismo panteísta aderezado con el escepticismo que susurran el recelo, la derrota y los paraísos perdidos (entre ellos, el amor). Tiene la extensión y cadencia melódica justas para provocar el efecto deseado. Pero es una fragancia amable que, de pronto, se desvanece, herida por el recuerdo, la pérdida de la pasión de los tiempos mozos y un “excesivo rigor autocrítico”. De pronto, nos damos de bruces con la cruda realidad, sin posgusto, y vemos cómo se nos cae el caramelo al suelo y nos aferramos a su elegante envoltorio, que bien podría ser un verso.

Y como indica el título del libro, dos son los pilares sobre los que se asienta su itinerario: el fuego (bien como incendio apasionado o como símbolo del hogar) y el invierno de la vida (una vida teñida de colores grises y por la sangre recordada, herencia de las hojas rojas del otoño). El fuego y el invierno hacen que Josefina Martos entone su oda decorosa y admirada a la naturaleza y nos muestre descarnadamente su incesante búsqueda del yo a través de la galería de espejos. Se me antoja que es ésta una búsqueda agónica, como la de Unamuno, que convendría compensar con un tratamiento hedonista de choque, con palabras de formas voluptuosas y raptos dionisíacos. A veces no viene mal, como en el caso de Diógenes, tumbarse al sol, fundido con la tierra, y apartar emperadores y dioses de nuestra vista, para evitar que nos hagan sombra o nos toquen las narices. La poeta se siente, abierta en canal y tras el ajuste de cuentas con los demonios familiares, como una corteza que envuelve un vacío, o como un cesto por el que se cuelan sus palabras más íntimas. Parece que está esperando que le digamos: no es verdad, Josefina, al regresar de tu viaje al túmulo desde el que se contempla el mundo con la perspectiva de la eternidad o al punto más alto del recorrido de la noria del Prater, al lado del cínico personaje que encarna Orson Welles, en la versión cinematográfica de El Tercer Hombre, podrás comprobar que eres un cuerpo habitado.


        No muy lejos de la Alhambra


El poema “Me quedé sin palabras” es el mejor de los retratos del amor. Las palabras se van “cayendo por el camino a través de los agujeros del corazón” y los amantes sinceros acaban compartiendo el silencio. Además del amor, el otro gran amor de Josefina Martos es, sin duda, la palabra y la confluencia en el verso. La poeta ama la palabra justa, la que se torna en canción, la que indaga, la que excita el recuerdo,la que convierte en universal lo que nace de las entrañas y las migas de todo lo que acaece. Cuando germinan en el verso las semillas del mar, la autora de Fuego de invierno nos facilita el mapa de una gozosa experiencia estética: nos regala los placeres de los sentidos, la imaginación y el entendimiento, nos permite disfrutar del encuentro directo y cercano con la obra de arte gracias a los recursos formales, sensibles y expresivos, fija nuestra atención sobre valores no instrumentales y nos acerca a una objetividad construida a partir de las mieles de la subjetividad. Aunque pueda parecer paradójico, la poesía podría liberarnos de la tiranía de nuestro yo, accediendo a un “jardín prohibido”, “modelado por el sol”, “pulido por la lluvia” y “blanqueado por la luna”, disfrazados como estatuas de un escenario clásico e intemporal soñado por Giorgio de Chirico.

***

Rafael Guardiola Iranzo

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Nota

Josefina Martos Peregrín. Fuego de invierno. Entorno Gráfico S.L., 2022. ISBN: 978-84-18691-19-5. 

https://editorialentornografico.es/tienda/fuego-de-invierno-de-josefina-martos-peregrin/



viernes, 12 de enero de 2024

SI QUISIERA OLVIDARTE

 

Me ocurre a menudo, encuentro poemas olvidados, por cajones o carpetas. Hoy, éste al que puedo llamar viejo, pues lo escribí de joven, a un amor doliente, sin puerto ni cuerpo, surgido en tiempos en que andaba enfrascada en la lectura de “La rama dorada”, de James G. Frazer.


......Las tres fotografías del final, mera intuición visual.

 

Si quisiera olvidarte

 

Si quisiera olvidarte,

sacudiendo mi miedo

como polvo adherido a la vida,

cortaría la rama dorada

que sirve de llave al reino infernal.

 

Si quisiera olvidarte

seguiría las sendas de Éfira

para entrar en la cueva secreta,

la oculta garganta de Hécate

que lleva

a la mansión ciega

de los que no regresan jamás.

 

No me asustan las ácidas aguas

de la Estigia laguna que cruza Caronte, el barquero,

ni los llantos agrios de los insepultos,

su afilado grito, su infinita queja.

 

Con tan solo decir tu nombre

aplacaría los triples ladridos

de las fieras fauces del Cancerbero

y ante sus tres cabezas dormidas

yo pasaría callada

sintiendo en mis venas el pulso del tiempo.

 

Atravesaría la Noche, el Sueño y la Muerte

para beber un sorbo del río Leteo,

misterio de agua

que anula el recuerdo.

Todos los recuerdos.

 

Si quisiera olvidarte…

Pero no quiero.



 
De una escultura realizada por Antoine Bourdelle



lunes, 18 de diciembre de 2023

Otoño en flor

Todavía llego a tiempo, hoy 18 de diciembre todavía es otoño y resulta oportuno este poema en prosa dedicado a lo que no fue: 

"-Si yo hubiera tenido una hija y la hubiera llamado Amarantina y viviera en un jardín...

Le daría consejos, a ella, para calmar el miedo que en mí crece cuando los días se acortan:

 

'Amarante, Amarantina, cuida que las arvejas no huyan y las dalias no escondan sus colores.

Lo sé, temen a los filos y a los cuervos.

Amaranta, niña mía, flor crecida del otoño, queda la raíz y la semilla.

Y el viento pasa y nadie sabe por qué duerme el jardinero.

Amaranto, flor ofrenda con tu cresta colorada, calla, calla, que ya hablan las camelias, sibilinas y perfectas como flecha clavada en pleno corazón del corazón.

Preciadas, imprevistas, bellísimas flores de otoño, pensamientos incorruptibles, crisantemos sin sed de primavera.

Amarantina, tímido sosiego, sabor de lluvia, delicia de sol.”


Todas las flores que aparecen a continuación brotan tan solo en otoño.